Un corral de pesca o de pesquería es un atajadizo o cercado formado por una barricada de piedra o madera de forma más o menos semicircular y de una altura aproximada de 1,5 m., que se construye en la zona que queda al descubierto durante la bajamar. Con la pleamar el corral se inunda llenándose de peces, moluscos, crustáceos y otras formas de vida marina que, con la bajamar, quedan atrapados en su interior por efecto de la barricada, circunstancia que es aprovechada por los pescadores corraleros para hacer sus capturas.
Si aplicamos las clasificaciones al uso de los sistemas de pesca, los corrales se sitúan entre los artes denominados de trampa, pasivos, junto con otras modalidades como encañizadas o atajos. Se trata de un conjunto de sistemas de pesca que aprovechan las dinámicas de la zona marítimo-terrestre, como esteros, playas, estuarios, desembocaduras de ríos y marismas, en las que la diversidad de nutrientes y la oxigenación del agua, las relaciones de alimentación entre especies, las pautas de puesta de huevos y cría –todas ellas en relación con el movimiento de las mareas y las características del talud en las zonas más próximas a la costa- favorecen la entrada y salida de diversos tipos de peces, moluscos y crustáceos. Las familias que habitaban en esas zonas –difíciles por su condición de frontera, o por la insalubridad asociada a las zonas de marisma- podían aprovechar, sin embargo, las proteínas de origen animal procedentes de las distintas especies que colonizan esos espacios.
Pescar sin necesidad de navegar, por tanto, era factible, si se conocían a fondo las dinámicas ecológicas de las zonas intermareales, fluviales y de estuarios, para acotar territorios con poco agua mediante distintos ingenios de pesca. Porque, básicamente, el sistema de pesca de corrales y caños se reduce a cercar, cerrando, alguna extensión de estas zonas, mediante distintos tipos de trampas: bien cercados de piedra (como los corrales), bien armadijos de estacas (como los cercotes y encañizadas) que fueron muy comunes a lo largo de todo el Antiguo Régimen, tanto en Andalucía como en el resto de España. Así, Agustín de Horozco en su Historia de la ciudad de Cádiz (1598) nos confirma indirectamente la existencia de estos armadijos al hacernos saber que, ocasionalmente, los atunes se adentran en los caños al Sur de Cádiz, hasta Sancti-Petri, huyendo de las orcas, y en las vaciantes se quedan en seco, en “baxíos y corrales”, donde son muertos por los pescadores con garfios y reclamados por los torreros de las almadrabas del Duque.
Así concebidos, los corrales y las técnicas de cercado en caños y marismas constituyen un paisaje que demuestra la capacidad de colaboración entre el ingenio humano y las dinámicas naturales que van constituyendo los entornos marítimo-fluviales aludidos. Es el trabajo humano –un saber hacer a partir de la observación permanente sobre los ciclos de la naturaleza- el que se articula con la lenta laboriosidad de la naturaleza para labrar un paisaje con distintos usos: extractivos en el caso de los corrales, pero también salineros y piscicultores en el caso de los caños de marismas. Los actuales mariscadores de los corrales son conscientes de esta simbiosis, cuando hablan de que el corral está constituido a base de “piedra viva”, biológicamente colonizada de micro-organismos y ostiones, que le sirven de cemento sin añadidos artificiales, para garantizar que las paredes “respiren” y sean resilientes ante el embate de las mareas.
De todo este legado, nos queda en la actualidad, como estampa vigente, los corrales marinos en las costas del norte de la provincia de Cádiz, Rota (7)-Chipiona (9)-Sanlúcar de Barrameda (1), si bien hay corrales constatados en las centurias precedentes tanto en El Puerto de Santa María como en Cádiz (imagen 2). Los corrales requieren unas condiciones naturales específicas: diferencia intermareal significativa, mareas vivas (un corral sólo es aprovechable en las mareas bajas de mayor coeficiente, por encima de los 80 grados, que coinciden con los plenilunios), plataforma rocosa y suave talud. Los temporales deben ser escasos, pues el embate de las olas acabaría arruinando cualquier ingenio humano. Un muro perimetral en forma de semicírculo, a base de piedra ostionera, porosa, de la zona, crea un cerco en la zona intermareal, en la que las especies quedan atrapadas con la marea vaciante. El corral escurre por una serie de caños ideados al efecto en la pared perimetral, y peces, moluscos y crustáceos, que acuden a las zonas rocosas de la orilla en busca de refugio y alimentación, quedan a disposición de los pescadores.
Para poder capturarlos, los pescadores y mariscadores de estas costas han ideado dos tipos de sistemas: pasivos y activos. Los pasivos se confunden con estructuras naturales, aunque su geometría responde al afán racionalizador del hombre: las grandes lagunas interiores se parcelan en piélagos formados por paredes de piedra elevadas al efecto (cercaíllos), de modo que las especies quedan atrapadas en espacios reducidos donde es más fácil pescarlas. También se construyen cobijos artificiales, los jarifes, mediante tres piedras menores que sostienen a una de mayor tamaño. El interior del corral, por tanto, ofrece un conjunto de espacios conformados colaborativamente, de nuevo, con la naturaleza: sequeros, pozas, lagunas –naturales o artificiales-, que son conocidas al centímetro por los pescadores que las han construido, las nombran y aprovechan a diario. Los sistemas activos son útiles de pesca, los que gozan de mayor continuidad histórica entre los pertrechos de pesca en Andalucía, pues están documentados desde fuentes romanas, al menos: atarrayas (red de a pie), francajos y fisgas (tridentes rematando un palo largo y estrecho), cuchillo de marea o nasas camaroneras, entre otras.
Desde el punto de vista histórico, se tiene constancia documental de los corrales de pesca desde poco después de la conquista de la frontera costera por parte de la Monarquía castellana, a finales del siglo XIV, de la mano de grandes familias nobiliarias, lo que nos obliga a deducir que estos sistemas ya existían en época islámica. La consolidación de las familias aristocráticas en esta zona de frontera se produjo con la cesión de derechos de explotación de recursos de pesca –derechos sobre el territorio, sus recursos y sobre las personas-, entre ellos los de corrales y caños en zonas fluviales y de marismas, como bien atestigua el Archivo Ducal de Medina Sidonia. Así, en el tramo de costa noroeste de Cádiz, ejercieron derechos señoriales tanto el Conde de Niebla/Duque de Medina Sidonia (familia Pérez de Guzmán) como el Conde/Duque de Arcos (familia Ponce de León). El Conde de Arcos fundó en 1399 el monasterio de Regla, junto con los derechos de uso de los corrales emplazados en su entorno, en el sitio de Chipiona, que se segregaría de la villa de Rota en 1477.
Estas donaciones, como sabemos por otros documentos del período (cesión de explotación del corral de Montijo en 1442 por parte del Duque de Medina Sidonia a un vecino de Sanlúcar), se realizaban mediante censo, que se debía satisfacer a perpetuidad por el donatario, en especie o metálico. El hecho fehaciente, y generalizado, de la cesión de los corrales a instituciones religiosas nos alumbra el entramado de relaciones característico de la economía señorial. Son las más conspicuas casas señoriales quienes habrían recibido los corrales de pesquería en privilegio, junto con otras propiedades y derechos señoriales, por el monarca. Las familias aristocráticas, a su vez, solían ceder el privilegio a monasterios, así como a hospitales y hermandades regidos por comunidades de frailes. A cambio de la cesión de su dominio, las instituciones religiosas se comprometían a ofrecer misas, atender a menesterosos, casar a jóvenes sin recursos o a permitir el enterramiento de los familiares de los donadores en suelo sagrado, cerrando así el característico circuito de la economía de prestigio de la época.
Todavía en una fecha tan tardía como 1785, el testamento de una vecina de Sanlúcar atestigua la donación de un corral de pesca al convento de Regla (Cañas, 2015). Además, era posible que los conventos, hospitales, hermandades cediesen a terceros la explotación directa de los corrales, de modo que la trama social vinculada a estas actividades productivas se extendía a distintos tipos de usuarios, y la producción de corrales distribuía sus gracias entre un amplio conjunto de actores sociales, desde los pescadores a los linajes hegemónicos. En el siglo XVIII vecinos seglares de la zona ya habían accedido a la explotación de los corrales, como se desprende del Catastro de Ensenada (1760), donde aparecen los corrales no eclesiásticos, normalmente con la propiedad dividida en varias partes, y medida en aranzadas, pues los corrales seguían siendo considerados como un fundo más.
Los concejos locales impusieron precios y tasas a sus producciones, lo que generó pleitos, pues como hemos visto en su origen las pesquerías de corrales eran privilegios de una economía señorial. Y la desamortización de bienes eclesiásticos, ya en el siglo XIX, afectó a los corrales que estaban bajo titularidad de conventos o parroquias (Cañas, 2015). El desmantelamiento de este modelo socio-económico y político a lo largo del siglo XIX favoreció que tanto los ayuntamientos como vecinos acaudalados accedieran a su propiedad, o a su explotación mediante concesiones del Estado (Real Orden de 1876, que regulaba la concesión de los corrales de pesca). Ya Sáñez Reguart, Comisario de Guerra de Marina y autor del extraordinario Diccionario de Artes de Pesca Nacional (1791), recelaba de esta pesquera, por considerarla “ociosa”, al no encajar en un modelo más productivo, más adaptado a la mentalidad fisiocrática que acompañó a la modernización económica desde finales del siglo XVIII. Sistemas pasivos como los corrales y encañizadas fueron abandonándose a favor de técnicas más productivas, basadas en la navegación, como los bous de arrastre –lo que generó sonoros conflictos con los gremios de pescadores-. Paradójicamente, el hecho de que en lugares como Rota, Chipiona o Sanlúcar no hubiese una importante flota pesquera se convirtió en factor clave para el sostenimiento de los corrales, que eran explotados por propietarios fundiarios con cierta fortaleza económica.
Por debajo de las transformaciones en las formas de gestión, las tareas de despesque y mantenimiento de los corrales correspondían a pescadores y mariscadores. Mediante aparcería como fórmula más extendida, un pescador gozaba del derecho de “catar el corral” en primera instancia, permitiendo a continuación que otros vecinos entrasen, siempre que se respetasen sus usos y costumbres, es decir, las reglas para el mantenimiento del corral y la prohibición del uso de artes móviles de pesca. En última instancia, se fue instituyendo el acceso de vecinos para labores de marisqueo, dentro de una lógica de subsistencia. La labor de los corraleros o catadores en el mantenimiento de la arquitectura del corral, que ha llegado por transmisión oral hasta la actualidad, ha sido clave para su sostenimiento. De modo que la contemplación de estas estructuras de piedra en la costa noroeste de Cádiz, “tan apegados a la playa que parece que los hizo Dios”, descansa sobre el trabajo y el conocimiento de generaciones de corraleros de la zona.
Hoy en día, los corrales son objeto de nuevos usos, significados, importancia económica y modelos de gestión, en relación a nuevas funciones más ecológicas que económicas. Sus valores predominantes son eco-culturales (el de Sanlúcar fue reconocido como Bien de Interés Cultural en 1995; los de Rota, declarados Monumento Natural en 2001 y en 2016 se plantea la declaración del marisqueo o pesca a pie en los corrales de Chipiona como actividad de interés etnológico). Desde el punto de vista ecológico, se trata de un espacio estratégico de la zona intermareal, refugio de alevines que eclosionan tras el desove, lo que ha permitido además que se conviertan en lugar de asiento de distintas especies de aves. La escasa profundidad, la luminosidad, el movimiento intermareal –cuyas oscilaciones generan cambios recurrentes en la temperatura, la oxigenación o la salinidad del agua-, o el sustrato rocoso poroso, constituyen un micro-ecosistema que permite el desarrollo de diversas formas de vida vegetal y animal que se han adaptado a este entorno: crustáceos, moluscos peces, anémonas o equinodermos de diversa etiología.
Corrales de pesca en Andalucía.- Son especialmente característicos y abundantes en Sanlúcar de Barrameda (donde originalmente llegó a haber cinco corrales, a partir del siglo XVIII quedaban tres, y actualmente sólo uno), Chipiona y Rota, todas ellas localidades españolas pertenecientes a la comarca de la Costa Noroeste de Cádiz, en Andalucía. Allí los pescadores usan un tipo de red llamado esparavel o tarraya para capturar a los peces encerrados. No hay certeza de la antigüedad exacta que tienen estos corrales, sin embargo la mayoría de ellos fueron reconstruidos tras la ola sísmica o cáncamo de mar subsiguiente al Terremoto de Lisboa en 1755. Hay dos teorías que intentan explicar el origen de los corrales de pesca. La primera defiende que la construcción de los corrales surgió como consecuencia de la experiencia y la observación de los efectos de la marea, que de forma natural, encerraba peces en oquedades por parte de las propias poblaciones autóctonas. La otra teoría es la que defiende un origen externo importado por poblaciones de fuera, como fenicios, romanos, árabes o incluso gallegos. En los últimos años, por parte de la Junta de Andalucía, en reconocimiento de los valores patrimoniales que tienen los corrales tanto desde el punto de vista cultural como ecológico se han protegido por la Consejería de Cultura el Corral de Merlín o de Marín en Sanlucar, en la playa de la Jara, inscribiéndolo con carácter genérico en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz. A su vez la Consejería de Medio Ambiente ha declarado a los corrales de Rota como Monumento Natural en la categoría de monumentos ecoculturales.
Corrales de pesca en Chiloé.- También se usaban hasta mediados del siglo XX en el mar interior de Chiloé, en las provincias chilenas de Llanquihue, Chiloé y Palena, especialmente en las islas del archipiélago de Calbuco y la parte norte de la Isla Grande de Chiloé. Los corrales en Chiloé tenían propietarios particulares, pero varias de las actividades asociadas a ellos eran comunitarias. A ellos se vinculaban varios rituales y creencias, así como bastante léxico especializado. Se conocen los restos de más de 1000 de estos corrales, que podían ser de piedras amontonadas en la zona intermareal o de varas entrelazadas a la manera de los corrales para el ganado. El segundo tipo era el que se usaba para cerrar de lado a lado esteros o ensenadas, en que la diferencia de mareas es mayor.
La estructura estaba constituida por una valla hecha con varas clavadas a intervalos, las largas se llamaban chueles y las cortas, mechenquenes; las primeras eran el soporte de las varas atravesadas y entretejidas, que solían ser de arrayán, por ser una planta común y flexible; por su parte, los mechenquenes servían para sostener a los chueles y también al tejido más tupido de la parte inferior del corral. Había corrales pequeños de forma semicircular, que también podían ser de piedra, y otros mayores de forma recta y que atravesaban brazos de mar o estuarios. En los costados podía haber un corral más pequeño o llollo, que contenía un embudo de fibras vegetales o de varillas de quila para que los peces quedaran concentrados allí mientras salían con la vaciante. Un tipo especial de corral eran los pitreles, pequeños amontonamientos de piedras para que desovaran allí peces de tamaño reducido y se pudieran "cosechar" sus huevos a intervalos.
El día de su inauguración y el día siguiente eran llamados marea de colles, periodo en que se permitía que cualquier persona pescara en el corral. Posteriormente, cada quien debía pescar sólo en el suyo o en el de alguien que lo convidara a ello. En las temporadas de abundancia podía ser necesario hacer mingas (labores comunitarias de ayuda recíproca) para poder sacar todo lo que quedaba atrapado y llevarlo hasta las viviendas para consumirlo o ahumarlo. No constituía un peligro serio, pero en las labores de captura era necesario cuidarse de recibir mordidas de peces agresivos de gran tamaño como las sierras o los jureles. Existían además prácticas mágicas que se realizaban con la intención de aumentar la pesca o de alejarla del corral.
La principal practica era el treputo o cheputo, en que una persona entendida en estos menesteres, un "curioso", azotaba con ramas de laurel o de traumán las paredes del corral y el agua dentro de él mientras romanceaba. Para conservar este efecto, de esparcía dentro del corral un compuesto denominado "ámbar", que contenía entre otras cosas, laurel, traumán, malva de olor, perfume. Se creía que un ser maligno acuático llamado cuchivilo (en parte chancho y en parte culebra) era el responsable de la destrucción de los corrales y de devorar a los peces y finalmente dejar al sitio maldito; de modo que ya no entraría pesca a él. Por eso, cuando un corral aparecía destruido, se debía "arreglar" con un nuevo cheputo. Se pensaba también que los brujos de Chiloé eran capaces de alejar la pesca en venganza por agravios hacia ellos o hacia quien les pedía tal servicio. Tienen protección como monumento nacional un conjunto de 18 corrales de piedra en Ancud y en algunos más en la isla Chala, en Quellón.
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