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miércoles, 12 de enero de 2022

INVENTARIO GENERAL DE INSULTOS

Introducción



El insulto, como de su etimología se desprende, es siempre un asalto, un ataque, un acometimiento. Es término derivado de la voz latina assalire: saltar contra alguien, asaltarlo para hacerle daño de palabra, con claro ánimo de ofenderlo y humillarlo mostrándole malquerencia y desestimación grandes, y haciéndole desaire. Debemos distinguir en él tres grados. La insolencia, mediante la cual perdemos a alguien el respeto, siendo acto que puede llevarse a cabo de palabra, de obra, e incluso por omisión, mediante un gesto, una mirada, un silencio, con lo que exteriorizamos desdén y desaprecio. El improperio, que es injuria de palabra, sinrazón que se le hace a alguno sin justicia ni causa, mediante dicterios y achaques en los que echamos a alguien en cara lo que él quería mantener en secreto, o cuya divulgación buscaba impedir. Y la injuria, ultraje verbal o de obra, mediante maltrato o desprecio. El insulto inmerecido, cuando no hay razón para el improperio, es ofensa. Cuando el insulto hace honor a la realidad del insultado, más que ofensa es falta grave a la caridad con que debemos acoger a las personas. 
Por lo general, el animus insultandi, o voluntad maldiciente aflora en el temperamento hispano en ambiente y caso jocosos, para hacer gracia de alguien a fin de reírse todos de él; es una de las formas más fértiles de mostrar el ingenio quien lo tuviere, y de enseñar su mala índole o mala baba quien es radicalmente malo y cruel. La tradición hispánica, y su experiencia en relación con el amplio y complejo mundo del insulto, la singularidad de sus tontos, pícaros y mentecatos, bobos, truhanes y necios de todo pelaje, es numerosa y abundante en palabras y frases, en casos y anécdotas graciosas que han pasado a la historia no oficial, a la historia pequeña, menuda y popular. De esa riqueza extraeremos los insultos más sonoros y gráficos, más extendidos, populares antaño, algunos olvidados hogaño, todos exultantes de vida expresiva. Recalaremos, asimismo, en algunos personajes y bobos de renombre que han pasado a la lengua cotidiana; tontos insignes en su tontería, cuyas hazañas han quedado plasmadas en breves comparaciones populares. Son muchos, y seguramente no están todos los que fueron. Pero sí los que más hondo calaron en el ánimo popular. 
Como la Biblia afirma, en lo que a los tontos respecta, cada día que amanece el número de bobos crece, por lo que su número es infinito. El sabio rabino de Carrión, Shem Tob, en sus Proverbios morales, mediado el siglo XIV, se hace eco de esa misma realidad, y utilizando la voz "torpe" como sinónimo de necio, afirma: 
Que los torpes mil tantos 
son (más) que los que entyenden, 
e non saben en quantos peligros caer pueden. 

Cuenta Melchor de Santa Cruz, en su Floresta Española, que cierto caballero que reñía con un hombre tenido por necio, dijo a éste cuando iba a darle en la cabeza con una maza de majar, que llaman majadero: "Tenéos, que sóis dos contra uno". Y Baltasar Gracián, en su Oráculo manual, asegura: "Son tontos todos lo que lo parecen, y la mitad de los que no lo parecen". 
El refranero, por su parte, asegura como dogma de fe que cada lunes y cada martes hay tontos en todas partes. Y es verdad. Como también es infinito el modo de manifestarse la tontez, tontuna o tontería, que no es sino la calidad o ejercicio de este arte inútil. En castellano, el número de frases hechas o expresiones adverbiales con protagonismo suyo es grande. El tonto ha dado en ser paradigma del insulto leve. Como sujeto inofensivo e inocuo, al tonto hispánico, como el tondo, el minchione, rintontito o mero stùpido italiano, sólo se le achaca lentitud de entendimiento. La voz en cuestión es término paradigmático del insulto y del agravio en todos los idiomas y en todos los tiempos, siendo atemporal y universal su presencia. No hay lugar ni momento de la historia que no haya contado con un nutrido escuadrón, con una abigarrada tropa de memos, imbéciles, alelados, bobos, estúpidos y gilipollas, todos los cuales han hecho alarde a lo largo de sus vidas más que de su malicia, de su innata torpeza y limitación intelectual. A esa limitación de la razón alude la lengua alemana cuando habla del tunte; o el húngaro, cuando describe al bobalicón y palurdo, a quien denomina tandi. Los clásicos griegos se referían a los tontos con la voz aglaros, por su aspecto embobado de eterno deslumbramiento. Habitan el campo semántico del tonto especímenes y personajillos como Abundio y Pichote, Cardoso y el cojo Clavijo, Perico el de los Palotes, Panarra y Pipí, el tonto de Coria, el del Bote, el de Capirote, acompañados por el genial tontaina que tuvo la ocurrencia de asar la manteca, o el tonto bolonio que creyéndose una lumbrera se pasaba de listo. 
Pero no es en esta limitación de las facultades del espíritu donde únicamente se ceba con su dura carga semántica la voz ofensiva, el término insultante, la palabra injuriosa. No es el mentecato, el bobo o el imbécil lo único que reluce. Es más: los insultos que apelan a la cortedad del ingenio, o carencia absoluta de luces son los menos graves, por ser a menudo los más obvios; como también lo son seguramente los nacidos de la mitomanía o la necesidad de mentir. El animus insultandi hispánico se explaya o acomoda mejor cuando se trata de ofensas o achaques, de improperios y agravios de otra naturaleza. El ingenio ibérico brilla y se luce cuando arremete contra el marido engañado, o se mete con el desviado sexual. Peor cariz toma el insulto que nace de creerse uno mejor que otro, o de creer a otro peor que uno; la peligrosa ofensa de connotaciones racistas o xenófobas, en que se tiene en cuenta el color de la piel, los factores sanguíneos, la religión o la cultura. Siempre me ha sorprendido la forma de insultarse gravemente que tienen ciertas tribus bereberes, entre cuyos aborígenes cuando alguien quiere agraviar a otro le llama con asco haddad ben haddad, sintagma que en árabe no significa nada particularmente grosero: "herrero, hijo de herrero" ; sin embargo, la ofensa estriba en que el oficio descrito era sólo desempeñado en el sur de Marruecos, y el sahel u orilla del desierto por los indígenas del Sahara, despreciados como parias, a pesar de que también ellos eran seguidores del Profeta y observaban su ley, y la del libro sagrado del Corán. Tremendo cariz toma el alma de quien se complace en contemplar el escarnio ajeno, como apunta Juan de Zabaleta en su curioso librito El día de fiesta por la tarde, publicado a mediados de 1664, donde se lee: "¡Oh dulcísimo sabor el del escarnio ajeno...! Gustamos de los defectos de los otros, porque parece que quedamos superiores a ellos...". 

     Y más negro pelaje es, aún, el de la ofensa que se centra en el honor, en la conducta, en el pensamiento, en el convivir, que retratan al individuo que abusa de sus semejantes, haciéndoles daño de forma gratuita; sujetos que para asomarse al otro lado de la valla y así sobresalir ellos, y para que los vean, se sustentan sobre las espaldas o los hombros de los demás, a los que luego ignoran e incluso zahieren. Es ahí donde sale a la luz lo más obscuro del hombre, su capacidad más granada para hacer daño. 

Encontrará el lector amigo en esta mezcla de inventario y diccionario histórico del insulto castellano, el calificativo para todo tipo de conducta miserable, mezquina y deshonrosa. Toda suerte de ladrones y maridos aparentemente engañados; chulos destemplados; soberbios montaraces; granujas disculpables; pobres hombres arrinconados por la vida, que han hecho el ridículo a su pesar. Por aquí desfila, enseñando sus bilis y lacras, el nutrido y abigarrado batallón de las miserias del alma en forma de palabras y palabrotas, cantos rodados de la historia de la lengua y sus hablantes. Hombres y mujeres a quienes esa distinción de sexo ha condenado a menudo a la sordidez y a la miseria: los insultos, improperios y agravios relacionados con la sexualidad son numerosos y acerados. Mujeronas aguerridas, y mujerucas olvidadas en los meandros y recodos del río de la vida; muchachos desamparados, pobres pícaros y randas al servicio de reinonas, caciques y capitostes del hampa y la mala vida. También ha generado insultos el hambre, que aguzó el ingenio haciendo al hombre avispado, para que pudiera aprovecharse de quien no lo es tanto. Nutrida tropa es la de los gorrones, parásitos y chivatos, sablistas y mangorreros, jaques y valentones, chulos y rufianes..., porque el hombre ha hecho siempre lo imposible por vivir de los demás, llevando en el pecado la penitencia del insulto, forma lingüística de rendir cuentas ante la sociedad. Mucho de cuanto la historia ha creado en forma de insulto, está aquí, lector amigo. Sonríe si te reconoces a ti mismo en alguna de estas voces, y pon remedio; y sonríe también, compasivo, si reconoces a alguno de tus vecinos, allegados o amigos que dejaron de serlo o siguen siéndolo, como yo hago ahora pensando en tantos como han pretendido hacerme daño sin conseguirlo ciertamente. No olvides que injuriar no está al alcance de cualquiera, y que a veces es cierto el dicho ciceroniano: Accipere quamfacere praestat iniuriam; que en castellano vale: "Mejor cosa es sufrir el insulto y padecer una injuria, que hacerla uno". Sócrates, habiendo recibido en cierta ocasión un insulto, seguido de puntapié, exclamó, no dándose por aludido: "¿Acaso si me hubiera dado una coz un asno, me enfrentaría a él...?". 
Así pues, lector amigo, que tienes en tus manos este libro, di conmigo esta breve oración que he compuesto ante el auge e incremento desmedidos que en nuestro tiempo están tomando la imbecilidad torpe y la malicia malsana: 

"Señor, haz que el rastro de luz que deja la maldad sobre el espíritu de los inocentes, deslumbrándolos durante un instante, sea fugaz como el del cometa que brilla un momento en la noche y ya no regresa jamás. Amén".

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